Wednesday, 4 June 2025

Isla de Gorée: Donde la historia nos sostiene y el amor nos guía

Una visita muy esperada

Llegamos a Dakar de noche, y supe de inmediato que la Isla de Gorée tenía que ser una de nuestras primeras paradas. No quería que pasaran los días sin ir. No quería perdérmela. No era un sitio más para visitar, era algo que sentía que necesitaba presenciar desde hacía años.

A la mañana siguiente, un viernes justo antes del ajetreo del fin de semana, fuimos al puerto para coger el ferry. Ese mismo día ya habíamos visitado algunos lugares de Dakar, incluido el impresionante Monumento al Renacimiento Africano. La ciudad apenas despertaba. Y aunque hablábamos poco francés, la gente nos sonreía, nos saludaba con curiosidad y hacía el esfuerzo de conectar con nosotros — en inglés, en español, y siempre con una alegría especial al hablar con mi hijo, Thierry. Mientras esperábamos el ferry, algunas personas se acercaban simplemente a conversar. Nos sentimos bienvenidos.

El trayecto fue corto, apenas treinta minutos, pero lleno de vida. Un grupo de escolares, algo mayores que Thierry, llenaba el barco de risas y conversaciones. Thierry encontró a un grupo de hombres tocando maracas senegalesas y enseguida se unió a ellos. Antes de darme cuenta, ya estaba aplaudiendo al ritmo, sonriendo de oreja a oreja. Cuando me acerqué, gritaban “¡This time for Africa!” mientras bailaban y aplaudían, y hasta le enseñaron a tocar los instrumentos. Fue un momento cálido y alegre, de esos que se quedan contigo para siempre.



Pero cuando la isla apareció ante nosotros, algo dentro de mí cambió.

El silencio de la piedra

El mar estaba en calma y el cielo, completamente despejado. Las buganvillas caían sobre los edificios de colores. Las barcas flotaban tranquilamente junto a la orilla. Gorée parecía tranquila, casi idílica. Pero yo sabía lo que venía. Lo sentía como un peso instalándose en mi pecho.



Y cuando bajamos del ferry, ese silencio se hizo aún más profundo.

Caminamos hacia la Maison des Esclaves, la Casa de los Esclavos. El sol empezaba a calentar. El camino estaba en silencio. No había muchos visitantes, y nadie hablaba demasiado. No hacía falta. Dentro, el aire cambió. Se volvió más denso, no por el calor, sino por el peso de la historia. Se sentía en el pecho. El silencio tenía su propia presencia.

Solo se escuchaban las voces de los guías, suaves, flotando por los pasillos de piedra, contando horrores que aún hoy me cuesta poner en palabras. Caminé despacio, a veces sola. No quería pasar rápido por ahí. Quería escuchar. No solo lo que se decía, sino también lo que callaban las paredes. Pasé la mano por la piedra, sobre todo en la sala donde encerraban a mujeres y niños. Sabía que ese espacio guardaba demasiadas historias para ser contadas.



Un detalle que nunca olvidaré: cómo castigaban a quienes se resistían. A quienes no aceptaban ser tratados como menos que humanos. Los encerraban en un agujero en la pared, en una celda tan pequeña que ni un niño podía estar de pie. Esa imagen todavía me revuelve el estómago.

La puerta del no retorno

Finalmente, llegamos a la Puerta del No Retorno. Un arco sencillo, de cara al mar. Era lo último que vieron miles de africanos esclavizados antes de ser obligados a subir a los barcos, llevados lejos de sus hogares, sus familias, su tierra. Alejados de todo lo que conocían. Lanzados directamente a lo desconocido.

Me quedé allí, con los ojos llenos de lágrimas. No me hice fotos. No podía posar. Y no quería hacerlo. Pero sí tomé una foto de Thierry, con el puño derecho en alto, frente a esa puerta. No se trataba de mí. Quería que él tuviera ese momento. Que lo llevara consigo. Que recordara de dónde viene y que sintiera la fuerza de quienes vinieron antes que él.

Justo antes de eso, dos turistas españoles me pidieron que les hiciera una foto, sonriendo y listos para posar frente a la puerta. Me pareció tan fuera de lugar. Esa puerta no es para sonrisas. Es para el silencio. La reverencia. La memoria.

Allí de pie, con la oscuridad a mis espaldas y el océano delante, algo dentro de mí se rompió. Imaginé a los ancestros de Thierry. Su dolor. Su miedo. Y los imaginé observándonos. Esperé, de algún modo, que se sintieran orgullosos de él y de lo que llegará a ser.



Más tarde, Thierry no dijo mucho. Pero me agarró fuerte de la mano mientras caminábamos de vuelta al ferry. Creo que entendió. No todo, pero lo suficiente como para llevarse algo con él.

A veces visitamos lugares como este pensando que estamos allí para aprender. Pero a veces también estamos para desaprender. Para guardar silencio. Para preguntarnos: ¿Qué necesita de mí este lugar, más allá de mi curiosidad?

Antes de irnos, nos detuvimos en un pequeño puesto de artesanía cerca del muelle. Thierry eligió una maraca hecha a mano. Queríamos contribuir, aunque fuera de forma simbólica, a quienes viven allí.

Pero ese momento también me recordó algo incómodo. No todas las personas que viven en la isla se benefician del turismo que recibe. A pesar del flujo constante de visitantes, muchos habitantes luchan por ganarse la vida. Algunos incluso han sido desplazados por el aumento del coste de vida y por un turismo comercial que se lucra con la historia de Gorée sin reinvertir en su comunidad. La memoria no solo se honra con silencio, también con justicia, con dignidad, y con apoyo real a quienes la sostienen día a día.



La herencia que lleva él

Me fui con el corazón encogido, pero también orgullosa. Orgullosa de haber llevado a mi hijo allí. De haber plantado una semilla: una semilla de historia, de orgullo, de resiliencia. Sé que solo tiene siete años, y que no recordará cada palabra, pero espero que recuerde la sensación. Que estar allí significó algo. Que viene de una línea de personas que sobrevivieron. Que conservaron su música, su lengua, su cultura. Que, a pesar de los intentos por borrarla, la transmitieron para las generaciones futuras.

Estar allí como mujer blanca fue incómodo. Y debía serlo. No fui a “entender” de forma superficial. Fui a escuchar. A presenciar. A cargar con ese peso con humildad.

Como madre de un niño mestizo, sentí rabia. Tristeza. Y también orgullo. Porque, a pesar de todo lo que se hizo a personas que se parecen a mi hijo, él está aquí. Vivo. Alegre. Íntegro. Y su historia merece ser honrada, no borrada ni ignorada.



No quiero imponerle respuestas. Quiero darle espacio. Espacio para hacer sus propias preguntas, para descubrir sus raíces, y para llevarlas con orgullo.


Más que una visita

El resto de la isla es hermosa. Tranquila. Llena de flores y brisa suave. Y eso hace que el peso de su historia se sienta aún más fuerte. Porque allí conviven la paz y el dolor. Siempre lo han hecho.

Gorée me cambió.

No porque me enseñara algo nuevo, sino porque me hizo sentirlo. Profundamente. Me recordó que la memoria no es pasiva. No se trata solo del pasado. Se trata de cómo vivimos hoy. De cómo criamos a nuestros hijos. De cómo nos posicionamos en el mundo.

Me recordó que hay que viajar con intención. Apoyar a las comunidades locales, no solo observarlas. Alzar la voz y actuar frente a la injusticia. No solo en relación al pasado, sino también al presente, para que podamos construir un futuro mejor.



Porque el racismo no terminó con la esclavitud. La colonización sigue muy viva. África sigue siendo malinterpretada. Sigue siendo subestimada.

Y porque la memoria, sin acción, no es suficiente.

Si alguna vez vas

Si alguna vez vas a Gorée, ve con el corazón abierto. No vayas solo a tomar fotos. Escucha a las voces locales. Apoya a la comunidad. Camina despacio. Déjate sentir, incluso en la incomodidad.



Y cuando te vayas,
llévatelo contigo.
Cuenta la historia.
Mantén viva la memoria.

Porque Gorée no es solo un lugar.
Es un espejo.
Una herida.
Una lección grabada en piedra.
Un llamado a recordar,
y a hacerlo mejor.



Para que nunca miremos hacia otro lado.
Para que nunca lo repitamos.
Para que honremos lo que se perdió
con la forma en que elegimos vivir,
educar en amor y resistencia,
criar con consciencia,
y mantener la memoria viva. 

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