Friday, 12 September 2025

Alejarme para volver a encontrarme

 

Elegirme a mí misma y a la vida

Llega un momento en el que el silencio se vuelve más fuerte que el ruido, cuando dejas de correr de una entrega a otra, cuando dejas el teléfono a un lado o te alejas del ordenador, y simplemente te paras y te fijas… en ti misma, en las personas que amas y en el mundo que te rodea.

A veces, está en algo tan simple como un atardecer. La forma en que la luz va cambiando, los colores cubren el cielo y el mundo parece detenerse por un instante. Los atardeceres siempre han sido mi terapia y mi recordatorio constante de que los finales también pueden ser preciosos, de que cerrar un capítulo siempre da la oportunidad para que uno nuevo comience.

En esa calma, te das cuenta de que la vida no debería sentirse así. Que el agotamiento no es una moneda que tengamos que pagar para existir y que la alegría no debería reservarse solo para los fines de semana o las vacaciones.

Creo que hay una gran diferencia entre existir y vivir. Existir se siente como avanzar por la vida en las sombras, siempre esperando al viernes, esperando a las vacaciones, esperando al “momento adecuado”. Pero vivir de verdad llega en destellos de color: en la risa de mi hijo, en la presencia de mi familia y en un atardecer que me recuerda lo precioso que es todo.

Durante mucho tiempo me convencí de lo contrario. Como tantas personas, me repetía que el cansancio era normal, que el estrés era el precio de tener un trabajo que parecía bueno desde fuera, que silenciar mis propias necesidades era simplemente ser “profesional”. Pero cada vez que me permitía estar por completo en el presente, lo sentía en lo más profundo de mi ser: esto no puede ser todo lo que hay en la vida.

Enamorándome de los Recursos Humanos

Hace doce años no me planteé una carrera en Recursos Humanos y llegué casi por accidente, estando en el lugar y en el momento adecuados. Pero lo que empezó como una casualidad se convirtió en mi vocación.

Descubrí el privilegio inmenso de dar forma a la experiencia de los empleados, de acompañar a las personas no solo en sus hitos profesionales sino también en sus momentos más vulnerables. El nacimiento de un hijo, la pérdida de un ser querido, la emoción de un nuevo rol, la tristeza de una despedida... Estamos en el centro de todo eso. Y poder apoyar a las personas en esas transiciones, influir en cómo se sienten cuidadas y valoradas, me dio un propósito.

De eso me enamoré. Y durante más de una década, eso fue lo que me mantuvo presente: la convicción de que mi trabajo importaba, de que podía crear espacios donde otros se sintieran vistos, escuchados y acompañados.

El privilegio de un liderazgo global

En estos últimos años, uno de los mayores privilegios de mi carrera ha sido liderar un equipo global. Verles estar ahí, cuidarse unos a otros y apoyar a las personas a las que damos soporte, a pesar de todos los retos que hemos enfrentado juntos, me ha inspirado enormemente.

La resiliencia, la compasión, la forma en que llevaron no solo sus responsabilidades sino también a los demás ha sido hermoso de presenciar. Lo haría mil veces más, sin dudarlo, porque esos momentos, ese espíritu de conexión y humanidad, me recordaron por qué elegí este camino desde el principio.

Hay recuerdos de este viaje que se quedarán conmigo para siempre: la colaboración en los tiempos difíciles, la forma en que alguien del equipo siempre daba un paso adelante cuando otro estaba en apuros y necesitaba ayuda, las risas compartidas incluso en medio de proyectos intensos. No son solo recuerdos profesionales... son humanos. Liderar este equipo no solo me ha formado como líder, sino como persona.

La sombra que creció

Pero siempre podemos poner a prueba al amor. 

Con el tiempo, noté que estaba cambiando… La chispa que una vez tuve empezó a apagarse, los valores que me habían guiado, integridad, respeto, empatía, ya no siempre se alineaban con la forma en que la función era entendida o priorizada. Y empecé a cuestionar mi voz, mi lugar y mi valor.

Y darme cuenta de esto fue muy duro porque significaba admitir que la estabilidad a la que me aferraba me estaba costando algo mucho más grande: mi paz.

Durante el último año, he luchado con esa incomodidad. Me repetía que las cosas mejorarían, me recordaba todo lo que había construido: casi siete años de dedicación, crecimiento y logros. Había creado algo desde cero con mis propias manos, había crecido junto con la empresa, moldeada por oportunidades y desafíos que me convirtieron en la profesional que soy hoy.

Es difícil explicar lo que se siente, porque no es un gran momento, sino una erosión lenta. Una parte de ti se apaga cada día: las ideas que dejas de expresar, la energía que ya no aportas, la pasión que se entierra bajo la decepción y la frustración, hasta que un día te miras y admites que esa no eres tú. 

En el fondo sabía que quedarme significaría traicionarme a mí misma, convirtiéndome lentamente en alguien que no reconocía… frustrada, conflictiva y resentida. Y no podía permitir que eso le ocurriera a la profesión que amo, ni a mí misma.

La decisión de marcharme

Así que hoy, con una mezcla de gratitud y tristeza, cierro este capítulo.

Es agridulce, porque echaré profundamente de menos a mi equipo, los momentos de crecimiento, porque siempre estaré agradecida por las oportunidades que he tenido aquí. Pero también es necesario, porque sé que honrarme a mí misma y a mi legado requiere que dé un paso al lado.

Elijo irme con honestidad, con dignidad y con amor por todo lo que construí. Elijo proteger mi luz antes de que se apague por completo.

Y al irme, no me alejo de la responsabilidad: camino hacia la verdad. Porque quedarme, para mí, habría significado que en algún momento dejara de mostrarme como realmente soy y eso no habría sido justo: ni para mí, ni para mi equipo, ni para la empresa en la que me he dejado la piel. A veces, el acto más valioso que podemos ofrecer es apartarnos con integridad, para que lo que construimos no quede ensombrecido por el peso de la falta de sintonía y la negatividad.

La transformación como constante

Alejarse de la estabilidad nunca es fácil, porque lo desconocido intimida y da miedo. Pero si algo he aprendido es que la vida está hecha de ciclos. No estamos destinados a permanecer en el mismo sitio para siempre, estamos destinados a transformarnos.

Mi vida ha sido un renacer constante, y siempre lo he abrazado en los momentos más importantes. A los 21, dejé un trabajo estable para irme a Londres como au pair, confiando en que lo desconocido me enseñaría más que la comodidad. Más tarde, abandoné la universidad, donde estudiaba para ser profesora de inglés, porque sentí una llamada más fuerte hacia un camino distinto, y ese salto me llevó a Recursos Humanos, la carrera que llegaría a amar.

Volví a dejar España para regresar a Londres, esta vez con la oportunidad de unirme a PwC y entrar en el mundo de una Big 4, donde me demostré a mí misma que podía trabajar en espacios globales. Me transformé una vez más al convertirme en madre, una experiencia que cambió por completo mi perspectiva sobre el amor, la responsabilidad y el legado que quiero dejar.

Y quizá una de las transformaciones más difíciles fue elegir marcharme de una relación de diez años, divorciándome del padre de mi hijo porque ya no me sentía respetada, amada ni valorada. Fue una elección para proteger mi paz y redescubrirme después de haber perdido tanto de mí en esa relación.

Cada una de esas decisiones fue aterradora en su momento, pero cada una me enseñó algo vital: que podía sobrevivir a todos los finales, que podía confiar en mí misma ante lo desconocido, que podía reconstruirme desde cero sin perder quién era. Y cada vez descubrí una versión de mí que no habría conocido si me hubiese quedado.

La transformación siempre ha sido mi compañera. Cada vez que la he elegido, he resurgido más fuerte, más libre y más en armonía conmigo misma. Y sé que este momento no es diferente.

Más allá del trabajo: una filosofía de vida

Esto no se trata solo de dejar un trabajo, se trata de elegir la vida en todas sus formas. Se trata de negarse a permanecer en amistades que no suman, en relaciones que te asfixian o en espacios que te silencian.

Se trata de recordar que no le debemos a nadie una versión nuestra en piloto automático. Solo nos debemos a nosotros mismos autenticidad, paz y amor.

Proteger mi paz no significa vivir sin retos, sino poner límites, decir que no cuando algo no encaja, y elegir la presencia con mis seres queridos por encima de la productividad constante. Significa, en última instancia, recordar que la vida no se mide en plazos o hitos, sino en momentos de conexión.

Y quizá esa sea la lección más grande que me llevo hoy: al final, lo que permanece no son los proyectos llamativos ni los títulos, sino el amor que dimos, la presencia que cultivamos y la verdad que nos atrevimos a honrar.

Elegirme a mí misma

No sé exactamente qué vendrá a partir de hoy y, curiosamente, estoy tranquila con eso, porque creo que el presente es todo lo que realmente tenemos, y ahora mismo, en este momento, sé que he tomado la decisión correcta.

Me elijo a mí misma y elijo la vida. Elijo proteger mi luz para que me siga iluminando el camino hacia adelante.

Y si estás leyendo esto, tómalo como una invitación a pausar, a escuchar tu voz interior y a preguntarte si estás en espacios que te permiten crecer o en aquellos que silenciosamente te desgastan.

La vida es demasiado maravillosa y valiosa como para desperdiciarla en lugares que apagan tu luz.

Así que elígete a ti misma. Una y otra vez. Y otra vez.

Y al igual que el sol al ponerse, sé que este final también tiene su belleza. Porque cada atardecer, por más agridulce que sea, lleva consigo una promesa: la de que siempre habrá un nuevo amanecer. 

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